NIEBLA DE LA MAÑANA

Ya no veo esas nieblas espesas que impedían la visión de cualquier cosa o persona a más de medio metro de distancia.

Tampoco los pastos blancos por la escarcha de las siete y media, que era la hora en que caminaba hacia la escuela, con polleras y pantys de nylon en ese tremendo frío invernal que ya no existe.

Aunque las veredas no estaban rotas ni desvencijadas, había que andar con cuidado. Esa niebla era terrible. Todo era blanco, nada se distinguía, ni siquiera el reloj de la iglesia que, aunque era raro que tuviera la hora exacta, lo miraba siempre al salir de casa.

Una de esas mañanas, me chocó Pascual Pedro P. con su bicicleta al doblar en la esquina de casa. Recuerdo bien el golpe, el delantal blanco Rinso todo sucio por las gomas mojadas y barrosas y el grito de los dos. Por el susto, sí, pero también porque él cayó con bicicleta y todo sobre el pavimento y yo, por mi brazo incrustado en el manubrio.

No me explico cómo es que Pascualíto venía por esa vereda, a esa hora y en esa dirección porque íbamos a distintas escuelas que quedaban en las antípodas. Lo primero que imagino ahora, es que habría acompañado a alguna chica hasta la Escuela de Comercio y por eso pedaleaba como loco, para llegar a la Escuela Industrial a horario.

En aquel momento, sólo comprobamos unos pocos futuros moretones y nos despedimos, previo enderezamiento del manubrio que había quedado de norte a sur.

Vivíamos en la misma cuadra, en veredas opuestas. Griselda, mi vecina de enfrente, le alquilaba una habitación, porque su familia vivía en Campo Piaggio y él quería seguir estudiando. Solíamos sentarnos en el umbral a charlar, salvo los fines de semana, cuando volvía a su casa.

No sé si Pascualíto dejó la escuela o se mudó de pensión, pero dejé de verlo mientras cursaba el cuarto año.

Después, tampoco la vi más a Griselda, de quien no recuerdo la cara ni el apellido.

Lo que sí me acuerdo muy bien, y por eso aparece esta anécdota en mi memoria, es de que ella cumplía años el 1 de abril.

Todavía me asombro de los hechos intrascendentes que guardo en mi cabeza.

01/04/2024

FOTO

Volví a ver esta foto y me encontré recordando.

En el rancho, en el caserío de descanso, que serían las actuales quintas y que ahora se llama Laguna de Lotto, nos rodeaban los Villa.

Por un lado, estaban Flore, Chochi y Hugo y por el otro, la Negra (tal vez en algún momento recuerde un nombre por el que nunca la llamé), su hermano Luis y sus padres, Don Tani y Doña Rosa. Flore y Tani eran hermanos y estaban peleados, nunca supe por qué.

Ni bien mi papá compró el primer terreno y empezó a levantar paredes, todos hablábamos de «Flore». Flore de aquí, Flore de allá pensando que, como para todo buen santafesino la “s” no existe, Flores era el apellido. Pasaron muchos años antes de que nos enteráramos de que se llamaba Florencio.

Era el encargado de cuidar el rancho durante la semana, no de los ladrones que casi no había, sino de roturar la tierra, sacar yuyos, en fin, ir preparando el terreno para que después sólo creciera buen pasto.

Gracias a él aprendí a recoger frutillas y a reconocer sandías bien maduras, que comíamos calientes a pesar de las recomendaciones populares y maternas. Puedo asegurar que ninguna fruta recién cortada, si está madura, hace mal porque esté caliente.

Flore estaba casado con Chochi, una mujer extraña. Orgullosa de su blancura, la cuidaba y mantenía usando mangas largas y pañuelos. Siempre con pantalones largos, jamás la vi meterse al río. Sólo a la tardecita, cuando bajaba el sol, aparecía recién bañadita con bermudas y remeras sin mangas. Parecía renegar de todo lo que significara campo, sol, piel tostada. En su interior, se creía «otra clase de gente» por eso mantenía su blancura como si fuera de estirpe real. No hay que olvidarse de que había gente que todavía pensaba que la piel tostada era sinónimo de campesino. Nunca entendí cómo se casó con Flore y fue a vivir a la costa. Su madre, igualita a ella, calculo que tampoco.

Huguito era bastante más chico que yo, así que no tengo muchos recuerdos de haber jugado con él.

Con la Negra Villa aprendí a pescar. Nos íbamos en la canoa o en el chinchorro, cruzábamos el río y podíamos quedarnos horas sentadas sosteniendo cañas bajo la sombra del único árbol que había: un sauce llorón. En este momento no me acuerdo de cómo se llamaba el hermano, creo que Luis y con él íbamos a recorrer el espinel o el trasmallo.

Todas tareas que me encantaban aunque una vez pescados, ¡que fueran otros quienes los comieran!

Los días de lluvia, su mamá hacía tortas fritas y nos quedábamos en su casa tomando mate y jugando a las cartas. No sé si por iniciativa propia o inducida por Chochi, mi mamá no los quería a los chicos Villa. Sin embargo, ellos y su familia siempre me trataron con todo el cariño que, como campesinos, eran capaces de demostrar. Incluso, cuando alguna vez los Scardino volvimos a visitar la costa, ya vendido el rancho, nos recibieron con gran alegría a todos.

Justo estaba la Negra que, habiendo enviudado muy joven, acababa de casarse por segunda vez. Al hermano no lo vimos porque estaba viviendo en Coronda. Era policía, destino muy común en una ciudad que crece alrededor de la cárcel.

Una de las aventuras del verano era, justamente, ir caminando hasta Coronda, que quedaba a 7 km, bordeando la costa si el río no crecía mucho. En ese caso, había tramos que se cortaban, por lo que teníamos que ir por arriba, por el camino de los sulkys. Eran un par de kilómetros más, pero en la adolescencia sirven para charlas más largas, no para cansarse.

Había otro personaje, Don Zoilo, que era también pariente de Flore y cultivaba una pequeña parcela de tierra detrás del rancho, antes de que mi papá comprara los dos últimos terrenos.

Esto lo hizo por dos razones: para poder entrar por un camino interno cuando crecía el río y para que no edificaran más casas alrededor, porque eso sería como estar en la ciudad.

Este hombre solía despertarnos al grito de «¡Surco, zaino! ¡Derecho le dije, zaino! ¡Pero ¿qué me hace zaino? ¡Estamo haciendo surco pa’ frutilla, zaino, derecho le dije!» El pobre matungo, con todos los años encima, parecía no le hacerle caso o tal vez ya no veía, porque supongo que el caballo hubiera hecho los surcos derechitos con tal de no escuchar los gritos del viejo.

Sin embargo, madrugar era una meta más ansiada de lo que se pueda pensar. En verano solía dormir en el suelo del comedor, cabeza al este, para abrir los ojos ni bien despuntara el sol, porque dormíamos con la puerta abierta.

No sé qué era más lindo, si abrir los ojos con el amanecer o disfrutar los atardeceres sentada en el césped con el cielo de bellos azules, celestes, rojos, naranjas, blancos y toda la gama de amarillos.

Las noches, color azul-negro y silenciosa. ¡Qué pavada estoy diciendo! Comparada con estas noches, aquéllas eran silenciosas. Pero en realidad estaban llenas de ruidos. Sapos, perros, gatos, grillos, patos sirirí, lechuzas, todos los bichos. Y si nos quedábamos callados, podíamos escuchar los peces saltando en el río. A veces, con un par de adultos, los chicos salíamos a «cazar» ranas bajo la luz del «sol de noche».

Era hermoso pescar y entretenido cazas ranas pero jamás comí nada de eso.

Y faltan los días de lluvia, cuando sentadas bajo la galería, tratábamos de adivinar en qué ciudad estaría lloviendo, allá lejos, después de las islas, porque se distinguía perfectamente el agua cayendo y las nubes que la provocaba. Entonces, por el sólo hecho de jugar, cualquiera decía «llueve en Diamante». «No, por ahí está Paraná, Diamante está más allá». Que no, que sí.

La verdad es que lo que veíamos, cuando empezaba a oscurecer, era Diamante, sus edificios y hasta los autos bajando hacia la costanera. No sé por qué nos atraía tanto tratar contarlos.

En el rancho, cuando llovía, todo era color pardo, se confundían los verdes, marrones y grises para formar algo distinto pero muy hermoso. No era posible distinguir las islas del agua. Por otra parte, siempre me gustó caminar bajo la lluvia, siguiendo los sapos.

Un día, tuve que ir a lo de Chichina a comprar huevos y vi uno enorme, color marrón oscuro. Me pegué un gran susto, aunque ella me dijo con toda naturalidad, que era un escuerzo. Bicho más feo que ése no conocí.

Releyendo los últimos párrafos, creo que tanto los días lluviosos como los  radiantes de sol, si no estaba triste o chinchuda, algo que pasaba más seguido de lo que puedo recordar, los disfrutaba bastante.

Y cuando ya no pudimos ir, lo extrañé.

Nunca más vi el higuerón, aquel árbol que según Flore, crecía rápido y era muy “copoúdo”.

13/02/2024

MAÑANA DE VERANO

Suena el timbre. Abro la puerta. Una señora mayor con bastón y changuito de compras dice:

Buenas tardes.

Buenas tardes, respondo con tono amable.

¿Usted vende Avón?

No, señora.

Pero sí, que anda en bicicleta.

No, señora, no vendo Avón ni ando en bicicleta.

¿Y acá al lado?

Puede ser, esa señora sí anda en bicicleta, toque timbre ahí.

Ya toqué, no salió nadie.

Entonces lo lamento pero no la puedo ayudar.

¿Usted tiene una hija Vanesa?

No, señora.

Pero sí, que trabaja en Salud Laboral.

No, señora. No tengo ninguna hija que se llame Vanesa ni que trabaje en Salud Laboral.

¿Y cómo está ella?

No sé, señora, no la conozco.

¡Si vivía acá!

Ya entró a enojarse, arquear las cejas y sacudir la cabeza como asegurando que yo no sé lo que digo.

Hace más de cuarenta años que vivo acá. No ando en bicicleta, no vendo Avón y tampoco tengo una hija Vanesa que trabaje en Salud Laboral.

¡Si hace tanto tiempo que vive aquí entonces es usted! ¡No me diga que no!

Siguió insistiendo a los gritos, así que cerré la puerta y la dejé enojada porque yo negaba vender Avón, andar en bicicleta y tener una hija Vanesa que trabajaba en Salud Laboral.

19/01/2024

UN CACHO DE BARRIO

Hacía ya un tiempo que no veíamos pasar a Cacho.

Siempre en su silla de ruedas y acompañado por su perro iba por el medio de la calle sin otra preocupación que la de gritar.

Los autos, motos y camiones lo esquivaban derrochando bocinazos interminables con puteadas de varios colores. Él las devolvía gritando más fuerte.

Hasta hace dos años calle Güemes era doble mano.

Eso no influía en su obstinada costumbre de detenerse en el centro exacto del cruce, prender un cigarrillo, pasar la mano por sobre su hombro, buscar la botella que llevaba en una vieja y sucia bolsa de tela y tomar todo el vino que quedaba.

El perro, siempre a la derecha de la silla, se sentaba mirando al frente, acostumbrado a esa pausa y sin manifestar miedo ni molestia por lo que sucedía a su alrededor.

Luego de unos minutos, renovaban la marcha.

Sobrio, o no tan borracho, era muy educado y amable.

Una vez me contó en el kiosco, su parada preferida, que había sido maquinista del Belgrano y su perdición empezó por un accidente ferroviario. No fue muy explícito, dijo nada más que la máquina le cortó las dos piernas, lo jubilaron por invalidez, su mujer lo dejó y ya no tuvo mucho sentido su vida.

No supe qué contestar, me salvó el kiosquero al entregarle la botella.

De noche, hora de la peor borrachera, gritaba y puteaba a una mujer sin nombrarla. Entonces, se enardecía. “Todas son unas putas, pero ésa es la más puta de todas”. Así en sus decenas de variantes. Sin mucha pausa, maldecía también a los políticos, el gobierno, su vida, la lluvia y algún dios.

Como no podía ser de otra manera, cierta vez hubo alguien que llamó a la policía porque eran casi las dos de la madrugada y no podía dormir por los gritos de Cacho.

Es comprensible, nunca se sabía cuánto tiempo podría estar vociferando en la bocacalle. A los pocos minutos llegó el patrullero, lo cargaron con perro y silla y esa noche durmió en la Tercera.

Al día siguiente, todo volvió a la normalidad.

Por eso hace unos días nos llamó la atención no escuchar sus maldiciones ni verlo pasar.

Lo sospechamos, pero Vera hoy confirmó que murió de su afección pulmonar y, suponen, cirrosis. El perro quedó con su vecino, el que le daba de comer.

Cacho era un personaje del neorrealismo italiano: amargo y triste pero querible y que se extraña.

05/11/2020

LA COPA VERDE

Sería mía la vieja copa. Mi abuela Rosy me lo dijo.

De color verde amarillento, el tono dependía de qué lado y cuánto sol la iluminara. Tanto se veía amarilla como resaltaba el verde claro.

Cuando iba a su casa, para mí siempre tan cálida y hermosa, le pedía escuchar el sonido que hacía mojando un dedo y pasándolo por el borde. Tal vez por eso la creí de cristal.

Ella murió un 9 de abril, vaya coincidencia, y mi mamá ratificó aquella promesa al traérmela y guardarla en el aparador del comedor.

Esa copa era mi abuela. No como el cuadro de Santa Lucía, que no significaba nada o la pollera con tablas finitas de viyela color crema que no me puse nunca.

Rosy, ya enferma de cáncer, la hizo hacer con Irma y la mandó bien envuelta en papel de regalo. Me enojé, no me gustó que no viniera ella a traérmela y no le escribí más. Mimí lloraba todo el día, me pedía que le escribiera, que su madre no podía viajar. No me dijo que su enfermedad era incurable, hasta hoy no sé por qué.

Mi abuela nunca se enteró de mi desaire porque a los pocos días la internaron y murió unos meses después pero mi mamá me hizo saber que era una desagradecida. ¡Dos líneas, qué te costaba!

Quedé desvalida, sin cariño y cargada de culpa.

Con los años, esa espina desapareció, aunque todas las frases dolorosas perduren en mi memoria.

Como la que me dijo tía Chuni durante una Semana Santa, apenas llegué de Rosario: La verdad es que podrías regalarle la copa verde a Liliana. Ella no conoció a la abuela Rosy, en cambio vos fuiste la que más años la tuviste.

Al ver mi cara, los maseteros contraídos, los labios sellados y finitos, los ojos achinados de la rabia, mi mamá terció convalidando el pedido.

¡Pero sí, daselá, qué te hace!

Dije un bueno apenas audible, prometí no volver a mirar la copa nunca más y me fui a caminar por las piedritas del ferrocarril.

(Demasiados años desde que lo empecé. Terminado el 17/09/2023)

A MÍ NADIE ME AYUDÓ

Pocos días después del último relato, al pasar por la placita de mi barrio escuché que una chica con su bebé en brazos le decía a quien tenía enfrente que a ella nadie la ayudó. Me las tuve que arreglar sola, comentó con cierto orgullo. Y yo ni te cuento, contestó la otra, aunque para ese entonces ya no alcancé a escuchar su relato.

Así fue como decidí recordar algunos buenos vecinos, porque a mí sí me ayudaron. Y mucho.

Por orden de aparición, como en las películas, aquí van:

En calle Alberdi.

El viejo polaco Don José, que siempre tenía las herramientas a mano para prestárselas a su tocayo, fanático de desarmar y reparar todo lo que pudiera. Porque mi Jose siempre decía que era capaz de arreglar cualquier cosa, menos a mí. El lavarropas fue lo que más le costó, porque era un viejo “María” que duró apenas un año.

En calle Bolivia.

Margarita y Héctor, su marido, que hicieron tanto por nosotros. Don Héctor, cada vez que podía, nos regalaba entradas para el cine donde trabajaba. Vimos toda clase de películas hasta que nació Paola. Por su parte, Margarita, como ya sus hijos eran grandes, cada vez que podía cuidaba a Paola y a otras bebas de la cuadra, para que las madres descansáramos un rato. Ella me dio la mejor definición de solidaridad. Fui, con mucha vergüenza, a pedirle una tacita de aceite para hacer el puré para Paola. Salió no con mi tacita, sino con ¡una botella! A los pocos días, Jose cobró y le llevé la botella que, a mi juicio, le debía. Pero la rechazó diciéndome: No, ¡ni se te ocurra! Cuando haya alguien que necesite algo, cualquier cosa, vos seguramente la vas a ayudar y ahí me estarás devolviendo el aceite, porque la solidaridad es una cadena de manos.

En calle Juan del Campillo

Todos estudiantes: Las tres chicas de enfrente, que una noche se ofrecieron a cuidar a Paola para que pudiéramos ir a ver 2001 Odisea del espacio, y dos o tres películas más que no recuerdo porque no fueron tan impactantes para mí.

Los famosos cuatro entrerrianos, de los cuales sólo recuerdo al Gato y al Pampa, que una vez por semana, cuando sus padres venían de Concepción, le traían un cabrito, chivito o chanchito ya asado y que repartían porque para ellos era mucho, decían. Para mí, los tomates de la quinta, porque esas carnes no comía ni como. También fueron quienes guardaron nuestros muebles apilados en el cuartito del fondo durante los meses que vivimos en Buenos Aires.

En calle Gándara, Buenos Aires

El almacenero Don Pedro, que siempre armaba una bolsa con las masitas que Paola elegía pero que Carla invariablemente rechazaba con un NO rotundo. Dos vecinas de quienes no recuerdo sus nombres. La que vivía en la casa de adelante, apenas entrando al pasillo, que muchas veces llevaba a Paola a la terraza con la excusa de necesitar ayuda para colgar la ropa. Ella llevaba la canastita con los broches y ahora que pienso, capaz que de ahí venga su manía por lavar y colgar hasta la ropa limpia, jajaja. La otra, que vivía a un par de cuadras, nos prestaba el teléfono. Que no parezca poco porque era algo suntuoso ese aparatito negro.

En Pasaje Venialbo y J. M. Zuviría

María Esther, con su milagroso puchero de cola, con el único televisor de la cuadra para que los chicos del barrio pudieran ver los dibujitos. La que un día, al pasar por la ventana y verme planchar, entró, me hizo acostar y siguió ella con las sábanas almidonadas, al tiempo que me “retaba” porque sólo hacía tres o cuatro días que había nacido Mara y “se me iba a ir la leche”. No sé si tenía razón pero por una semana no me dejó limpiar la casa ni hacer nada.

No puedo enumerar todo lo que ella hizo por nosotros. Sólo recordar que llegué con dos hijas y me fui con cuatro, así que ¡me ayudó tanto!

En Pasaje Marsengo y Hernandarias

Dorita, que en algún momento comprendió que mi ánimo no era el mejor, o sea, que sufría una bella y duradera depresión. Que fue mi jardinera, cortando el pasto, plantando y cuidando todas las flores posibles, entre ellas, una rosa color coral como no he visto más. Que con su fuerza tremenda limpiaba mi casa, hacía unos guisos espectaculares y cuando se rompió el lavarropas, venía y metía las manazas en la pileta hasta dejar la ropa impecable. Que fue niñera y cocinera de las cuatro mientras yo salía todas las mañanas a buscar la casa que compraría mi papá para nosotros. Y que tuvo corazón para criar la hija abandonada de una vecina y luego adoptarla.

En Luciano Molinas

A la izquierda, Doña Rita, que todas las mañanas dejaba sobre mi casita de los tubos de gas un enorme ramo de acelgas recién cortadas, lechuga, perejil, limones, laurel y ya no recuerdo cuántas verduras más de su huerta.

Les curaba el empacho con la cinta, les cosía la ropa a las nenas cobrando chirolas, igual que a todo el barrio. Cuando arreglamos la casa, al llegar a la cocina, no fue muy difícil, comíamos de vianda. Pero con el baño… ¿Quién solucionó el problema? Doña Rita, que me dio la llave para que fuéramos a usar el de ella.

Que ponía la silla para que saltáramos el tapial, entre medio de la hermosa glicina cuando, estando en la vereda jugando, por ejemplo, se nos cerraba la puerta y la llave quedaba adentro.

A la derecha, su hermana Doña Luisa que, por esa misma época, me prestaba la terraza para colgar la ropa, porque se iba a secar más rápido que en lo de Doña Rita. Que cuando al Jose se le hizo difícil terminar la carrera porque no es sencillo trabajar y estudiar con cuatro indias revoloteando (léase peleando, gritando, cantando o jugando) le dijo que fuera a estudiar a su casa, que al comedor no lo usaba porque como vivía sola, comía en la cocina. Eso hizo todas las tardes que no tenía clases y así se recibió.

Atrás, el cuñado de Rita, el “meteorólogo” Ninín, que presentía, nadie supo nunca cómo, que a la madrugada iba a llover. Entonces, como el tapial es bajo, si veía ropa colgada le daba con alma y vida al caño del desagüe de mi techo con el palo de la escoba. Sabíamos que era su aviso, pero lo mismo seguíamos pegando un salto, asustados por los golpes. Siempre le hice caso a su grito “¡Va a llover, saque la ropa” ¡Y llovía nomás!

Son sólo algunos ejemplos, tuvimos más vecinos y más favores, que fuimos devolviendo a ellos y a otras personas.

Porque Margarita tenía razón y nunca me olvidé.

13/07/2023

PUCHERO DE COLA

Recuerdo siempre abiertas las ventanas de esa recién estrenada casa para mirar los árboles enormes del Jardín Nº 2.

No me importaba que cualquiera que pasara pudiera ver hasta los mosaicos.

En los pueblos y en los barrios periféricos de las ciudades, como ése, casi todos dejaban abiertas también las puertas. Eso si no tenían niñitas que podrían escaparse a jugar a otras veredas.

Fueron otros años, días con mucha luz y nada de miedo.

Así me gustan la vida y las casas.

Ésta ocupaba la esquina, cinco o seis metros hacia una calle y más o menos diez hacia la otra.

Una puerta, tres ventanas amplias y el portón del garage.

Un pasillo de metro y medio por metro veinte, casi nada de mesada, una ventanita y la puerta que daba al patio no calificaban como cocina aunque cumplieran la función.

Al salir, un patio seco más bien chico donde apenas llegaba el sol.

En invierno, tenía que secar la ropa con el horno, la estufa o la plancha.

Sin agua caliente, sin gas natural.

Pero yo la quería.

Me resultó amable desde que llegamos de Buenos Aires las cuatro, en una noche lluviosa y fría a mediados del setenta y uno.

El departamento de Elsa nos había albergado, con más cariño que lugar, durante casi un año.

Éramos seis en más o menos veintiocho metros cuadrados, distribuidos para dormir como podíamos. En un dormitorio Elsa, su marido Alberto y la bebé Carla en su cunita.  Paola, Jose y yo en el diván del comedor, corriendo todas las noches mesa y sillas para sacar la cama de abajo. Al mediodía estaba sola con las nenas, así que comíamos en la cocina.

El alivio llegó en forma de carta: Anses aceptaba el pedido de traslado del señor Scardino a la delegación de Santa Fe.

Se marchó solo.

Uno de sus amigos incondicionales de la facultad lo recibió y compartió todo lo que tenía. Le hizo lugar en su casa poniendo un colchón en el suelo. Nunca le preguntó si podía colaborar con la comida o el alquiler.

Pasados un par de meses, o más, Jose consiguió alquilar una casa y nos avisó que ya podíamos viajar.

Dicho así parece fácil pero mi suegra no tenía teléfono, así que las comunicaciones no eran sencillas.

Al salir de la oficina, habló desde una de las cabinas de Entel a la casa de una amiga de Elsa que vivía a dos cuadras avisando que a la noche, cuando las llamadas a larga distancia costaban menos, volvería a llamar.

Allí me aposté mientras Elsa se encargaba de acostar a las nenas  y en una breve conversación me enteré de que podríamos volver a vivir juntos en nuestro lugar en el mundo.

Mi suegra era una persona muy especial. Primero enfermera y luego Caba (así se les llamaba a las jefas) de la Sala General de un Hospital público de la Capital Federal, siempre se las ingenió, mediante licencias, cambios de turnos y rotaciones con sus compañeras, para estar conmigo en cada parto. Llegaba unos días antes y se iba algunos días después. Siempre.

También es cierto que cuando la operaron de una úlcera estomacal, tomé el primer colectivo para Buenos Aires y así poder cuidarla durante casi un mes, porque vivía sola. Lo mismo hice cuando acá le diagnosticaron cáncer de pulmón, pasé cuatro o cinco días “durmiendo” en el piso del sanatorio y de día atendía a mi familia.

Nos quisimos mucho. Casi al final de su vida tuvimos un primer y único desencuentro y como no sirvo para perdonar que hieran a gente que quiero, nuestra relación ya no fue la misma.

Pero para eso faltaban muchos años todavía

Antes de este paréntesis, contaba que podríamos volver a Santa Fe.

El viaje quedó pactado para el sábado siguiente, para poder trasladar los muebles que estaban depositados en la casa de los cuatro estudiantes entrerrianos, amigos y antiguos vecinos.

Mientras tanto, Alberto se encargó de ir en su taxi hasta Retiro a comprar los boletos.

Nosotras preferíamos viajar de noche, con las nenas durmiendo, pero como nunca nos han salido las cosas como las planeamos, sólo consiguió lugares en uno que salía a las diez de la mañana.

Era mediados de junio, mes frío. Después de una semana de lluvias, el pobre Jose no había podido mudar todos los muebles porque la calle asfaltada estaba a una cuadra, o sea, demasiado barro para un camión.

Por la misma razón, el taxista no quiso arriesgarse a entrar, su amabilidad consistió en tener paciencia hasta que lleváramos las chicas hasta la casa y volviéramos por las valijas.

Entramos. Sólo estaban la mesa y las sillas.

Acomodamos las valijas en los dormitorios donde encontramos las camas bien armadas, nuestro ropero y las mesitas de luz.

En el pasillito estaba la cocina.

Sin heladera, sin garrafa, con las nenas cansadas y con hambre, tuve que ingeniarme la cena.

En una caja sobre la mesadita, Jose había colocado alimentos esenciales: yerba, leche, pan, fideos soperos, arroz, cubitos de caldo y galletitas dulces y de agua. Algo de vajilla también, lo indispensable.

Vi, sobre la cocina, el utensilio más útil que existía y que todavía conservo, aunque ignoro dónde estará guardado. Es un jarro eléctrico con mango, no asa, de madera y capacidad para medio litro.

Tan viejo como el abuelo Muñiz de quien lo heredó, sirvió esa noche para hacer una primera tanda de sopa con muchos fideos para las nenas y luego calentar la leche para agregar algo más antes de dormir.

Las acostamos. Estaban muy nerviosas, así que recién después de inventarles un par de cuentos, se durmieron. Nosotros tres, sin hambre o sin ganas de tomar sopa, armamos un mate y nos acodamos en el marco de la ventana a fumar, mirando llover a cántaros.

Suspiré y dije ¡qué linda! ¡Qué alegría!

Elsa sonrió, asombrada:

—¡Sólo vos podés decir qué linda, qué alegría estando en el culo del mundo, rodeada de barro, sin gas, sin comida, sin poder bañarte y sin saber cuándo vas a tener los muebles!

Palabras inolvidables.

Al día siguiente, cuando salí a buscar dónde comprar comida, pasó una vecina. María Esther fue mi salvación siempre pero en ese momento, un milagro. Caminamos juntas y pregunta va respuesta viene, se enteró de la situación en la que estábamos.

No dijo nada, pero un rato antes del mediodía apareció con una gran olla hirviendo.

En esa casa, en el culo del mundo según mi suegra, comí por primera vez puchero de cola, con una sopa bien caliente y tan exquisita como no he vuelto a tomar.

05/07/2023

EL TITO, mi San Martín.

Luis Alberto Merlo de 78 años tal vez haya muchos, pero para mí que el aviso fúnebre que vi en el diario es porque se murió el Tito nomás. Hace cuatro días.

….
Vos querés ser mi novia?

Bueno.
Entonces compartimos la medialuna y tenemos que volver juntos hasta mi casa.

Y eso hicimos desde primer grado inferior hasta fin del segundo, porque yo empezaría tercero en otra escuela.

Tres años prestándonos los lápices de colores, compartiendo meriendas, charlando a la salida camino a su casa. Luego seguía, sola o con María del Carmen.

Fue mi San Martín y yo su Merceditas, la que por los nervios, se olvidó el parlamento en el primer acto en el que nos pusieron juntos.
Seguimos viéndonos porque vivíamos en Gálvez, claro, pero después cada uno tomó rutas distintas.
Un día, hace muchos años, me hice amiga de una chica que atendía un negocio de ropa, que estaba al lado de la casa de turismo donde yo trabajaba.

Grande fue mi sorpresa cuando lo vi llegar y saludarla para después señalarme con el dedo, y gritar: Me fuiste infiel, desgraciada, así que yo también me casé, riéndose a carcajadas.

Duró poco tiempo el encuentro porque nosotros nos fuimos a vivir a Rosario.

Esa separación fue la más larga. Cuando volvimos, ella no trabajaba más allí, el negocio había desaparecido y me olvidé por completo de la pareja.

Finalmente, llegamos a esta última casa.

Una tarde, estaba sentada en la vereda, cuando dobla un auto y escucho un grito: ¡¡Chau, mi novia!!

Por supuesto que frenó, grandes abrazos, pasamos novedades. Se había separado y vivía solo a tres cuadras, nada más.

Seguimos viéndonos muy de vez en cuando, porque sus horarios de taxista coincidían con los míos, así que podían pasar meses sin que tuviera novedades suyas.

En plena pandemia pasó en el auto, frenó porque yo, fiel a mi costumbre, estaba sentada en el umbral y tuvimos una pequeña charla.

Seguía viviendo en la misma casa, tenía novia, le habían puesto un marcapasos, creo. Un problema de corazón era, pero seguía gordo y cuidándose poco, reconoció.

Fue lindo encontrarte y desencontrarte tantas veces hasta hoy, que me dejaste fría cuando te leí en la única página en la que no quería verte.

Chau, Tito.

22/06/2023

¿QUIÉN ENCONTRÓ EL PAQUETE?

¿Qué hacemos, los quemamos? Digo, por las dudas, viste que el Pascual dijo que se habían llevado al hermano de María directamente de la fábrica, ahí lo fueron a buscar por comunista. Y no tienen idea de dónde puede estar porque en las comisarías dicen que no está preso.

María, como buena católica, le preguntó a su cura amigo, que le iba a preguntar a su obispo, que le averiguaría hasta con el obispo castrense. Ella, pobre, le creyó y eso que el mismo Pascual le dijo que por ese lado no es.

Todo lo que nos contó no lo puedo creer. Eso de los campos de concentración. ¿Cómo es que nadie los ve?

Parece que están en los cuarteles, vos pensás en los campos de los nazis y me parece que estos son más disimulados.

Mucho disimulo no veo, hay tiros, ráfagas todas las noches. La maestra de segundo me dijo, despacito por supuesto, que había visto cómo metían en un Falcon a una chica. ¡En pleno centro y de día fue!

Sí, ya sé, en la oficina ya casi no nos hablamos, todo el mundo tiene miedo y desconfianza, no sé qué es peor.

Y vos, reuniéndote aquí con los otros delegados. ¡Hasta tu mamá te lo dijo! A ninguna de las dos nos diste pelota. No, si a vivo no te gana nadie…

Ya quedamos en que no van a venir más. Pero igual, yo no voy a quemar esos libros. Además, no sé cuándo podríamos hacerlo sin que los vecinos se dieran cuenta. Y nunca se sabe.

¿Y si vamos envolviendo de a dos o tres? El diario del Che, por ejemplo, y esos dos que hablan de la revolución cubana por lo menos. Los envolvemos en papel de diario, varias hojas y después con plástico o con el mantel de hule para que no se mojen y los enterramos.

¿Dónde los querés enterrar? ¿En las dos macetitas que están en el patio? Haceme el favor, ya estás delirando.

Lo que digo es que los envolvemos de a tres o cuatro, vamos revolviendo la parte de tierra de la vereda como si fuéramos a plantar malvones, qué sé yo. Y en el medio, vamos poniendo los paquetes. Un par de años, mucho más no van a durar los milicos. Después los sacamos y listo.

Plantamos un malvón Y enterramos un solo paquete con tres libros. Era un sitio muy expuesto, con los vecinos siempre sentados en la vereda y la escuela enfrente. Nos quedó la angustia por los que quedaron en la biblioteca y por la cantidad de discos “de protesta” de cantantes chilenos, cubanos y uruguayos que conservamos porque no supimos qué destino darles.  

Unos meses después nos mudamos dejando los libros debajo del malvón. No tuvimos la oportunidad de rescatarlos.

La democracia renacería casi seis años después.

Hace un tiempo volví a pasar por esa casa. La calle está asfaltada, la vereda sin plantas, cementada.

¿Alguien habrá encontrado el paquete?

24/03/2023