Recuerdo siempre abiertas las ventanas de esa recién estrenada casa para mirar los árboles enormes del Jardín Nº 2.
No me importaba que cualquiera que pasara pudiera ver hasta los mosaicos.
En los pueblos y en los barrios periféricos de las ciudades, como ése, casi todos dejaban abiertas también las puertas. Eso si no tenían niñitas que podrían escaparse a jugar a otras veredas.
Fueron otros años, días con mucha luz y nada de miedo.
Así me gustan la vida y las casas.
Ésta ocupaba la esquina, cinco o seis metros hacia una calle y más o menos diez hacia la otra.
Una puerta, tres ventanas amplias y el portón del garage.
Un pasillo de metro y medio por metro veinte, casi nada de mesada, una ventanita y la puerta que daba al patio no calificaban como cocina aunque cumplieran la función.
Al salir, un patio seco más bien chico donde apenas llegaba el sol.
En invierno, tenía que secar la ropa con el horno, la estufa o la plancha.
Sin agua caliente, sin gas natural.
Pero yo la quería.
Me resultó amable desde que llegamos de Buenos Aires las cuatro, en una noche lluviosa y fría a mediados del setenta y uno.
…
El departamento de Elsa nos había albergado, con más cariño que lugar, durante casi un año.
Éramos seis en más o menos veintiocho metros cuadrados, distribuidos para dormir como podíamos. En un dormitorio Elsa, su marido Alberto y la bebé Carla en su cunita. Paola, Jose y yo en el diván del comedor, corriendo todas las noches mesa y sillas para sacar la cama de abajo. Al mediodía estaba sola con las nenas, así que comíamos en la cocina.
El alivio llegó en forma de carta: Anses aceptaba el pedido de traslado del señor Scardino a la delegación de Santa Fe.
Se marchó solo.
Uno de sus amigos incondicionales de la facultad lo recibió y compartió todo lo que tenía. Le hizo lugar en su casa poniendo un colchón en el suelo. Nunca le preguntó si podía colaborar con la comida o el alquiler.
Pasados un par de meses, o más, Jose consiguió alquilar una casa y nos avisó que ya podíamos viajar.
Dicho así parece fácil pero mi suegra no tenía teléfono, así que las comunicaciones no eran sencillas.
Al salir de la oficina, habló desde una de las cabinas de Entel a la casa de una amiga de Elsa que vivía a dos cuadras avisando que a la noche, cuando las llamadas a larga distancia costaban menos, volvería a llamar.
Allí me aposté mientras Elsa se encargaba de acostar a las nenas y en una breve conversación me enteré de que podríamos volver a vivir juntos en nuestro lugar en el mundo.
Mi suegra era una persona muy especial. Primero enfermera y luego Caba (así se les llamaba a las jefas) de la Sala General de un Hospital público de la Capital Federal, siempre se las ingenió, mediante licencias, cambios de turnos y rotaciones con sus compañeras, para estar conmigo en cada parto. Llegaba unos días antes y se iba algunos días después. Siempre.
También es cierto que cuando la operaron de una úlcera estomacal, tomé el primer colectivo para Buenos Aires y así poder cuidarla durante casi un mes, porque vivía sola. Lo mismo hice cuando acá le diagnosticaron cáncer de pulmón, pasé cuatro o cinco días “durmiendo” en el piso del sanatorio y de día atendía a mi familia.
Nos quisimos mucho. Casi al final de su vida tuvimos un primer y único desencuentro y como no sirvo para perdonar que hieran a gente que quiero, nuestra relación ya no fue la misma.
Pero para eso faltaban muchos años todavía
Antes de este paréntesis, contaba que podríamos volver a Santa Fe.
El viaje quedó pactado para el sábado siguiente, para poder trasladar los muebles que estaban depositados en la casa de los cuatro estudiantes entrerrianos, amigos y antiguos vecinos.
Mientras tanto, Alberto se encargó de ir en su taxi hasta Retiro a comprar los boletos.
Nosotras preferíamos viajar de noche, con las nenas durmiendo, pero como nunca nos han salido las cosas como las planeamos, sólo consiguió lugares en uno que salía a las diez de la mañana.
Era mediados de junio, mes frío. Después de una semana de lluvias, el pobre Jose no había podido mudar todos los muebles porque la calle asfaltada estaba a una cuadra, o sea, demasiado barro para un camión.
Por la misma razón, el taxista no quiso arriesgarse a entrar, su amabilidad consistió en tener paciencia hasta que lleváramos las chicas hasta la casa y volviéramos por las valijas.
Entramos. Sólo estaban la mesa y las sillas.
Acomodamos las valijas en los dormitorios donde encontramos las camas bien armadas, nuestro ropero y las mesitas de luz.
En el pasillito estaba la cocina.
Sin heladera, sin garrafa, con las nenas cansadas y con hambre, tuve que ingeniarme la cena.
En una caja sobre la mesadita, Jose había colocado alimentos esenciales: yerba, leche, pan, fideos soperos, arroz, cubitos de caldo y galletitas dulces y de agua. Algo de vajilla también, lo indispensable.
Vi, sobre la cocina, el utensilio más útil que existía y que todavía conservo, aunque ignoro dónde estará guardado. Es un jarro eléctrico con mango, no asa, de madera y capacidad para medio litro.
Tan viejo como el abuelo Muñiz de quien lo heredó, sirvió esa noche para hacer una primera tanda de sopa con muchos fideos para las nenas y luego calentar la leche para agregar algo más antes de dormir.
Las acostamos. Estaban muy nerviosas, así que recién después de inventarles un par de cuentos, se durmieron. Nosotros tres, sin hambre o sin ganas de tomar sopa, armamos un mate y nos acodamos en el marco de la ventana a fumar, mirando llover a cántaros.
Suspiré y dije ¡qué linda! ¡Qué alegría!
Elsa sonrió, asombrada:
—¡Sólo vos podés decir qué linda, qué alegría estando en el culo del mundo, rodeada de barro, sin gas, sin comida, sin poder bañarte y sin saber cuándo vas a tener los muebles!
Palabras inolvidables.
Al día siguiente, cuando salí a buscar dónde comprar comida, pasó una vecina. María Esther fue mi salvación siempre pero en ese momento, un milagro. Caminamos juntas y pregunta va respuesta viene, se enteró de la situación en la que estábamos.
No dijo nada, pero un rato antes del mediodía apareció con una gran olla hirviendo.
En esa casa, en el culo del mundo según mi suegra, comí por primera vez puchero de cola, con una sopa bien caliente y tan exquisita como no he vuelto a tomar.
05/07/2023